La «guerra de civilizaciones», por Thierry Meyssan
La teoría de un complot islámico y de un choque de civilizaciones propone una explicación holista del mundo y establece un ordenamiento mundial partir de la desaparición de la URSS. No existe ya el enfrentamiento este-oeste entre dos superpotencias con ideologías antagónicas sino una guerra entre dos civilizaciones, o más bien entre la civilización moderna y una forma arcaica de barbarie.
Al plantear que el Islam está en guerra contra los valores de Norteamérica, esta teoría da por sentado que el Islam no se puede modernizar. Esta cultura no podría ser disociada de la sociedad árabe del siglo VIIE cuyas estructuras estaría perpetuando, particularmente el estado de inferioridad de la mujer, y no concebiría su expansión más que mediante la violencia al estilo de las guerras del Profeta.
Esta teoría supone también que «Norteamérica» es portadora de la libertad, la democracia y la prosperidad, que encarna la modernidad y representa el más alto grado del progreso, el fin de la Historia.
El 11 de septiembre de 2001 es entonces la primera batalla de esta guerra de civilizaciones, como Pearl Harbor es -para Estados Unidos- la primera batalla de la Segunda Guerra Mundial. O sea, esta guerra no se parece a las anteriores.
Durante las dos primeras guerras mundiales, coaliciones militares se enfrentaban en un combate de titanes. Durante la guerra fría, los combates militares se limitan a zonas periféricas o a conflictos de baja intensidad (guerrillas) mientras que el enfrentamiento central opone ideológicamente a dos superpotencias. Durante la Cuarta Guerra Mundial que acaba de comenzar, las batalles militares clásicas desaparecen para dar paso a guerras asimétricas: una potencia única, líder de todos los Estados, combate contra un terrorismo no estatal omnipresente.
No se trata, sin embargo, de una guerra entre el despotismo de Estados y grupos de resistencia sino más bien, al contrario, de una insurrección de las democracias contra la tiranía islamista que oprime al mundo arabo musulmán y trata de imponer el Califato mundial.
Esta lucha entre el Bien y el Mal tiene su punto de cristalización en Jerusalén. Es allí donde, después del Armagedón, debe tener lugar el regreso de Cristo que marcará el triunfo del «destino manifiesto» de Estados Unidos, «única nación libre de la tierra», encargada por la Divina Providencia de llevar «la luz del progreso al resto del mundo». A partir de ahí, el apoyo incondicional a Israel ante el terrorismo islamista es un deber patriótico y religioso para todo ciudadano estadounidense, aun cuando los judíos solamente puedan esperar la salvación a través de la conversión al cristianismo.
Esta exposición de la teoría de la conspiración islamista y del choque de civilizaciones no es en lo absoluto exagerada. Es, en cambio, perfectamente fiel a lo que divulgan los medios de comunicación y los partidos políticos en Estados Unidos. Uno puede, por supuesto, interrogarse a la vez en cuanto a los prejuicios que le sirven de base, su coherencia interna y su naturaleza irracional.
Los conceptos de mundo arabo-musulmán y de mundo judeocristiano son en sí mismos discutibles. Originalmente, el término «judeocristiano» no se refiere al conjunto de judíos y cristianos sino, al contrario, al grupúsculo de los primeros cristianos cuando eran todavía judíos, antes del momento en que la Iglesia se separa de la Sinagoga. Pero, al final de los años 60, o sea después del acercamiento israelo-estadounidense y la Guerra de los Seis Días, este término adquiere un sentido político. Designa entonces al bloque atlantista, calificado como Occidente, ante el bloque soviético, llamado Este.
Se observa aquí un reciclaje de conceptos. Occidente sigue siendo hoy más o menos lo mismo que antes mientras que el adversario no es ya el Este sino el Oriente. Estos conceptos no tienen nada que ver con la geografía o la cultura sino, únicamente, con la propaganda.
Así, Australia y Japón son políticamente occidentales, al igual que dos Estados europeos cuya población es musulmana: Turquía y Bosnia Herzegovina. Allí aparece además un importante problema: en muchos Estados, y principalmente alrededor del Mediterráneo, se hace imposible distinguir actualmente la civilización judeocristiana de la civilización arabo-musulmana.
La guerra de civilizaciones supone, por tanto, que se susciten guerras civiles para separar las poblaciones. Desde este punto de vista, una experiencia exitosa tuvo lugar en Yugoslavia. La lucha por el proyecto de separación y la realización del mismo implica la liquidación del idealismo laico. Se hace entonces inevitable, a largo plazo, que la resistencia estructural más importante dentro del bando «occidental» sea la República Francesa [1].
Por otro lado, el prejuicio según el cual el Islam es incompatible con la modernidad y la democracia supone una gran ignorancia. La expresión «mundo arabo-musulmán» subraya que el Islam es actualmente mucho mas amplio que el mundo árabe aunque la representación que nos hacemos del mismo no puede ser más estrecha. Son pocos los estadounidenses que saben que Indonesia es el primer Estado musulmán del mundo.
¿Puede decirse razonablemente que Abú Dhabi y Dubai son menos modernos que Kansas? ¿Se puede afirmar sinceramente que Bahrein es menos democrático que la Florida? Uno de los mecanismos de este discurso consiste en asociar el Islam a la Arabia del siglo VIII. Pero, ¿se nos ocurre acaso asimilar el cristianismo a la Antigüedad del Oriente Medio?
Correlativamente, esta teoría se basa en la creencia en los «valores de Norteamérica». Y se trata precisamente de una simple creencia porque ¿cómo es posible tener en tan alta estima un país cuya constitución no reconoce la soberanía popular, cuyo gobernante no es elegido sino nombrado, donde la corrupción de los parlamentarios no está prohibida sino reglamentada, donde pueden mantenerse incomunicadas las personas que deben ser sometidas a juicio, que mantiene un campo de concentración en Guantánamo, que practica la pena de muerte y la tortura, donde los propietarios de los grandes periódicos reciben semanalmente sus órdenes de la Casa Blanca, que bombardea poblaciones civiles en Afganistán, que secuestra a un presidente elegido democráticamente en Haití, que financia mercenarios para derrocar regímenes democráticos en Venezuela y Cuba, etc?
En fin, esta teoría está indisolublemente ligada a un pensamiento religioso de carácter apocalíptico. La revolución norteamericana es un movimiento complejo en el que se entremezclaron ideologías diferentes. Pero es, en definitiva, un proyecto religioso lo que sirvió de base a la fundación de Estados Unidos y ese proyecto religioso es lo que la actual administración dice defender.
El juramento de fidelidad, en vigor desde la Guerra Fría y actualmente impugnado ante la Corte Suprema, implica que para ser ciudadano de Estados Unidos hay que creer en Dios. George W. Bush llegó a la Casa Blanca presentando su fe cristiana como programa político y ha profesado creencias fundamentalistas según las cuales la humanidad fue creada hace solamente unos cuantos miles de años y sin evolución de las especies. Instaló, en la Casa Blanca, un Buró de iniciativas fundadas en la fe.
El secretario de Justicia John Ashcroft ha hecho suya la divisa «No tenemos más rey que Jesús». El secretario de Salud cortó programas profilácticos en nombre de sus convicciones religiosas. El secretario de Defensa incluyó en las fuerzas de la Coalición enviadas a Irak misionarios de la Iglesia del pastor Graham cuya misión consiste en convertir iraquíes.
Se podrían citar más ejemplos como esos, que nos llevan a preguntarnos razonablemente si Estados Unidos son en verdad un país moderno, abierto y tolerante o si no son más bien la encarnación del sectarismo y el arcaísmo.
Origen del concepto
La expresión «choque de civilizaciones» apareció por primera vez en 1990 en un artículo del orientalista Bernard Lewis, amablemente intitulado Las raíces de la rabia musulmana [2]. Aparece allí el razonamiento según el cual el Islam no da nada bueno y la amargura que eso provoca en los musulmanes se transforma en furor contra Occidente. Sin embargo, la victoria está asegurada, al igual que la libanización del Medio Oriente y el fortalecimiento de Israel.
Bernard Lewis, quien tiene hoy 88 años, nació en el Reino Unido y se formó como jurista e islamólogo. Durante la Segunda Guerra Mundial sirvió en los órganos de inteligencia militar y en el Buró árabe del ministerio británico de Relaciones Exteriores. En los años 60, se convirtió en un experto muy escuchado por el Royal Institute of International Affairs donde se erigió en gran especialista de la injerencia humanitaria británica en el Imperio otomano y uno de los últimos defensores del British Empire.
Bajo los auspicios de la CIA, participó en el Congreso por la libertad de la cultura que le encargó un libro, El Medio Oriente y Occidente [3]. En 1974, emigró a Estados Unidos. Se hizo profesor en Princeton y adoptó la ciudadanía estadounidense. Se convirtió pronto en colaborador de Zbigniew Brzezinski, el consejero de seguridad nacional del presidente Carter. Juntos concibieron la base teórica del concepto de «arco de inestabilidad» y planearon la desestabilización del gobierno comunista en Afganistán.
En Francia, Bernard Lewis fue miembro de la muy atlantista Fondation Saint-Simon, para la cual concibió, en 1993, un folleto intitulado Islam y democracia cuya aparición dio lugar a que fuera entrevistado por diario francés Le Monde. En esa entrevista, se las arregló para negar el genocidio cometido contra los armenios, lo cual le costó una condena judicial [4].
Sin embargo, la noción del choque de civilizaciones evolucionó rápidamente. Pasó de un discurso neocolonial sobre la supremacía del hombre blanco a la descripción de un enfrentamiento mundial cuyo resultado es incierto. Esta nueva acepción se debe al profesor Samuel Huntington quien no es, por cierto, islamólogo sino estratega. Huntington desarrolla esta teoría en dos artículos -¿El choque de civilizaciones? y Occidente es único, no universal- y un libro cuyo título original es Choque de civilizaciones y remodelamiento del orden mundial [5].
No se trata ya solamente de luchar contra los musulmanes sino de priorizar esa lucha antes de pasar a combatir contra el mundo chino. Como en el mito de la fundación de Roma, Estados Unidos tiene que eliminar a sus adversarios uno a uno para alcanzar la victoria final.
Samuel Huntington es uno de los intelectuales más importantes de nuestra época, no porque sus obras sean rigurosas y brillantes sino porque constituyen el basamento ideológico del fascismo contemporáneo.
En su primer libro, El soldado y el Estado, publicado en 1957, trata de demostrar que existe una casta militar ideológicamente unida mientras que los civiles se mantienen políticamente divididos [6]. Desarrolla así una concepción de la sociedad en la que se eliminarían las regulaciones del comercio y el poder político estaría en manos de los patrones de las multinacionales bajo la tutela de una guardia pretoriana.
En 1968, publica El orden político en las sociedades en proceso de cambio, una tesis donde afirma que los regímenes autoritarios son los únicos capaces de modernizar a los países del Tercer Mundo [7]. Secretamente, participa en la constitución de un grupo de reflexión que presenta un informe al candidato a la presidencia, Richard Nixon, sobre la forma de reforzar las acciones secretas de la CIA [8].
En 1969-70, Henry Kissinger, quien aprecia su gusto por las acciones secretas, hace que lo nombren miembro de la Comisión presidencial para el Desarrollo Internacional [9]. Huntington preconiza un juego dialéctico entre el Departamento de Estado y las multinacionales: el primero tendrá que ejercer presión sobre los países en vías de desarrollo para que adopten legislaciones liberales y renuncien a las nacionalizaciones mientras que las multinacionales deben transmitir al Departamento de Estado sus conocimientos sobre los países en los que han logrado establecerse [10].
Se une entonces al Wilson Center y crea la revista Foreign Policy, En 1974, Henry Kissinger lo hace miembro de la Comisión de Relaciones EE.UU.-América Latina. Huntington participa activamente en la entronización de los regímenes de los generales Augusto Pinochet, en Chile, y Jorge Rafael Videla, en Argentina. Allí ensaya por vez primera su modelo social y prueba que una economía sin regulaciones es compatible con una dictadura militar.
Paralelamente, su amigo Zbigniew Brzezinski lo introduce en un círculo privado: la Comisión Trilateral. En ella redacta un informe intitulado La crisis de la democracia [11] en el que se pronuncia por una sociedad más elitista que restringirá el acceso a las universidades y la libertad de prensa.
Cuando Jimmy Carter se deshace de los miembros de las administraciones Nixon y Ford, Brzezinski, transformado en consejero para la Seguridad Nacional, le tiende la mano a su amigo Huntington quien logra así permanecer en la Casa Blanca y se convierte en coordinador de planificación del Consejo de Seguridad Nacional.
Es durante este período que Huntington comienza a colaborar estrechamente con Bernard Lewis y concibe la necesidad de dominar primeramente las zonas petrolíferas del arco de inestabilidad antes de poder atacar la China comunista. Aunque esto no se llama todavía «choque de civilizaciones», ya se parece bastante.
Pero el profesor Samuel Huntington se ve obligado a afrontar un incómodo escándalo. Se revela que la CIA le paga por publicar en revistas universitarias artículos que justifican las acciones secretas como medio de mantener el orden en los países donde algún dictador amigo muere repentinamente. Cuando el episodio cae en el olvido, Frank Carlucci lo nombra miembro de la Comisión Conjunta del Consejo de Seguridad Nacional y el Departamento de Defensa para la estrategia integrada a largo plazo [12].
Su informe servirá para justificar el programa de «guerra de las galaxias».
El profesor Huntington es hoy administrador de la Casa de la Libertad (Freedom House), asociación anticomunista que preside el ex-director de la CIA, James Woolsey.
La teoría de la guerra de civilizaciones se cristaliza en las cuestiones religiosas. El control judeocristiano sobre Jerusalén es un talismán necesario para la victoria global. Si Occidente perdiera la ciudad santa, perdería su fuerza para cumplir su destino manifiesto, su misión divina. Recíprocamente, si los musulmanes perdieran el control de la Meca, su religión se desmoronaría. Claro, nada de esto es muy racional, pero esas supersticiones están siempre presentes en la prensa popular estadounidense y forman parte de un discurso político estructurado.
El 10 de julio de 2002, Donald Rumsfeld y Paul Wolfowitz convocaron a la reunión trimestral del Comité Consultivo de la Política de Defensa [13]. Solamente asiste una docena de miembros. Se escucha allí la exposición de un experto francés de la Rand Corporation, Laurent Murawic, intitulada Echar de Arabia a los Saud. La conferencia se desarrolla en tres partes con la proyección de 24 diapositivas. Al principio, Murawiec retoma las teorías de Bernard Lewis: el mundo árabe está en crisis desde hace dos siglos. Ha sido incapaz de llevar a cabo tanto su revolución industrial como su revolución numérica.
Este fracaso suscita una frustración que se transforma en rabia antioccidental, sobre todo porque los árabes no saben debatir debido a que en su cultura la única forma de política es la violencia. Desde ese punto de vista, los atentados del 11 de septiembre no son más que la expresión sintomática de su gran descontento.
En la segunda parte, Murawiec describe a la familia real saudita como incapaz de controlar los acontecimientos. Los Saud han desarrollado el wahabismo en el mundo, para luchar tanto contra el comunismo como contra la revolución iraní, pero hoy no controlan ya lo que han creado.
Finalmente, el conferencista propone una estrategia: los Saud tienen a la vez el petróleo (al fin llegamos al fondo del asunto), los petrodólares y la custodia de los lugares sagrados. Son el pilar central y único alrededor del cual se organiza el mundo arabo-musulmán. Deshaciéndose de ellos, Estados Unidos puede hacerse del petróleo que necesita para su economía, del dinero proveniente del petróleo que cometió el error de pagar en el pasado, y sobre todo de los lugares sagrados, y por consiguiente del control de la religión musulmana. Y cuando el Islam se haya desmoronado, Israel podrá anexarse Egipto.
Esta reunión hizo mucho ruido. El embajador de Arabia Saudita exigió explicaciones y se le pidió al señor Perle, organizador del encuentro, que fuera más discreto durante algún tiempo. A Murawiec se le invitó a dejar la Rand Corporation. En todo caso, la reunión había sido convocada por Rumsfeld y Wolfowitz con todo conocimiento de causa. Solamente se trataba de un ensayo para saber hasta donde puede llegar el Pentágono.
Source www.voltairenet.org
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