de Ricardo Candia Cares, el jueves, 23 de febrero de 2012 a la(s) 15:18 ·
La
 dedicación patológica con que efectivos de Carabineros atentan contras 
las personas está fundada, más allá de la brutalidad como condición de 
entrada, por la oferta de inmunidad que el  ordenamiento jurídico 
chileno permite. Todo lo que haga un paco está cubierto con un manto de 
impunidad que data desde siempre.
Del mismo modo, cuando 
un oficial explica las aberraciones hechas por su personal, 
adjudicándolas a la obligación constitucional de salvaguardar el orden 
público, la propiedad, el imperio de la ley, la moral, las buenas 
costumbres y, en último término, la seguridad nacional, se abusa del 
idioma descaradamente.
Durante el período estéril de la 
Concertación se permitió que la policía siguiera usando ese principio de
 impunidad, responsable de sangrientos hechos en un pasado no muy 
remoto. Durante la dictadura, cada agente policial fue un disciplinado 
funcionario que vio en cada uno de los civiles, sobre todo en los 
abiertamente contrarios al régimen, un enemigo que había que anular por 
las vías que fueran necesarias.
El Cuerpo de Carabineros 
tiene en ese aspecto una no despreciable saga de crímenes abominables. Y
 en cada una de las oportunidades en que se ha logrado esclarecer los 
hechos en que policías asesinaron, secuestraron, degollaron y torturaron
 la respuesta inicial ha sido siempre la misma: recibíamos órdenes.
Hoy
 no es tan distinto y esa realidad lejos de abismar, está pasando a ser 
algo parecido a la cordillera: está ahí y de tanto estar ahí, ya casi 
nadie repara en ella.
La represión es hoy una 
circunstancia normal. Que Carabineros dispare balines de todo tipo, a 
diestra y siniestra, que gasee poblaciones en las que hay hombres, 
mujeres, niños, ancianos, que golpee lo que se mueva delante de sus 
visores, ha pasado a ser una denuncia que por repetida ya no causa lo 
que debería: un escándalo de proporciones.
Quienes dan las
 órdenes soterradas y cobardes,  ocultos en los búnker y oficinas 
secretas, se han propuesto evitar que el ejemplo peligroso de la 
pequeña, noble y valiente ciudad de Aysén, se extienda como un reguero 
por el resto del país.
Magra, triste, penosa, miserable 
conclusión de quienes gobiernan amparados en una lógica que no es 
democrática, que no podría serlo por la naturaleza de quienes mandan.
Habrá
 que concluir que respecto de esa gente vil que se gana la vida 
castigando personas, habrá que considerar un parágrafo especial en lo 
que se entienda por las bases de un nuevo gobierno, de verdad 
democrático y respetuoso de la gente: en primer lugar, concebir una 
policía que jamás atente contra quienes deben ser protegidos por ellos.
Y
 a continuación, las medidas terapéuticas para salvar a aquellas 
personas que han sido transformadas en sujetos enfermos capaces de 
convencerse que ese que está ahí al frente, y que reclama derechos que 
les son propios, es un enemigo al que debe aniquilar.
Una 
policía que opere en modo democrático, es decir bajo un estricto control
 civil, observando por sobre todo el respecto del derecho de las 
personas, debe ser producto de un acuerdo transversal de todo sector 
democrático que crea en este principio, y que no esté de acuerdo en 
esconder la basura debajo de la alfombra, al modo de los gobiernos de lo
 que se conoció como Concertación.
Y, a la vez, debe 
establecerse el acuerdo de juzgar a cada uno de los policías que, 
amparados en órdenes inmorales, hayan causado daño a las personas que 
hacen uso de su derecho a expresar su bronca, su decepción y sus 
exigencias.
En especial, a los oficiales que hacen saber 
su opinión política y de clase mediante el uso criminal de elementos de 
castigo masivo y después, aparecen en la televisión justificando lo que 
en un país decente debería ser un escándalo.
Hará falta 
una re socialización de esas personas que son destinadas por su origen o
 condición socioeconómica a enrolarse en esos aparatos de represión y 
castigo. No es posible que se entienda como normal un trabajo que en los
 hechos significa causarles dolor a otras personas. Nadie en su sano 
juicio podría entenderlo como un trabajo decente.
Y habrá 
que estimular ejercicios de memoria mediante artilugios que permitan 
saber quienes dieron las órdenes y quienes las cumplieron. Una especie 
de muro en el que consten, para vergüenza y desprecio, los nombres de 
quienes se han amparado por demasiado tiempo en leyes inmorales.
Porque eso de escudarse en que yo sólo recibí órdenes, no puede ser nunca más razón para atentar contra un ser humano indefenso
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